Pingüinos en la calle de Alcalá
Hace tiempo escribí aquí una columna titulada Mirlos. Celebraba el regreso a mi barrio de un mirlo que cantaba de forma prodigiosa, al que ya había oído la primavera anterior (o quizá fuera otro, pero la belleza era la misma). Al cabo de unos días recibí un paquete. Me lo enviaba el director de cine José Luis Borau. Contenía su libro Camisa de once varas, que me dedicaba con cariño, y una preciosa carta en la que me hablaba de mirlos. Yo no conocía personalmente a Borau. Agradecí mucho su gesto pero no había advertido un mínimo detalle: cuando posé el libro sobre la mesa me di cuenta de que la cubierta no era del todo lisa, como si tuviera relieves. Acerqué la vista y pasé suavemente los dedos: los pájaros que volaban por el cielo en la foto de la portada, negros, minúsculos, perfectos, habían sido pegados sobre ella. ¡Los había pegado Borau! En ese instante me embargó la emoción. Imaginé a ese célebre desconocido sentado en su escritorio, recortando minuciosamente unos pájaros y pegándolos con cuidado en la portada de su libro, escogiendo el lugar exacto en el que integraría la foto, aplicando con delicadeza sobre ellos la yema de sus dedos mientras pensaba en mí. Admirada por la dedicación a ese proceso en apariencia fútil, me imaginé todos los pasos que él había tenido que dar hasta que su paquete estuviera en mis manos: Borau sintiendo que había que celebrar conmigo el regreso de los mirlos; Borau decidiendo escribirme; Borau cogiendo un ejemplar de su libro; Borau preparando un sobre acolchado con mi nombre; Borau pasando la lengua por el sello; Borau dando un paseo hasta el buzón. Quizá completar todo ello le había llevado varios días, pero yo congelaba en mi imaginación, como fotografías, los instantes concretos de cada una de esas acciones. El tipo de cosas que uno hace solo pero acompañando a otro sin que lo sepa: qué deslumbrante la generosa naturaleza de esa soledad. Años después conocí a Borau fugazmente y el otro día volví a verle.
Publio resultó con chaqué tan subversivo como con sus camisas de cuadritos
Estábamos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la calle de Alcalá, asistiendo a la ceremonia de investidura como académico del historiador de la fotografía Publio López Mondéjar, ahora excelentísimo señor, de siempre un tipo excelente. En el salón de actos convergían el estilo casual de algunos invitados y el aire afrancesado de los académicos en chaqué. Quizá esa mezcla democrática fuera la que mejor pudiera representar el espíritu de nuestra precaria Ilustración, bajo cuyo aliento, y con el objeto de formar a jóvenes artistas, se creó la Academia en 1752. Una mezcla un poco cómica entre pompa popular y boato de élite. Ya estábamos todos sentados y el presidente abrió la sesión, rodeado por unos señores a los que hacía muy serios la levita pero a quienes delataban ciertos detalles, como una barba más larga de lo convencional o la pajarita un punto ladeada. Pero Publio no aparecía por ningún sitio y me pregunté si no llegaría de pronto una nota de su puño y letra, quizás escrita apresuradamente en el revés del billete de un autobús de línea, disculpando su ausencia y comunicando a los presentes que se hallaba en Casasimarro, su pueblo de Cuenca, abriendo como quien abre un tesoro una vieja caja de cola-cao cuajada de ineludibles fotos o sabrosos daguerrotipos. Entonces Borau y Alberto Schommer bajaron del estrado, atravesaron ceremoniosamente el salón y se dirigieron a las enormes puertas del fondo. Les acompañaba el órgano, cuyo sonido era de una solemnidad casi terrorífica, que me hizo evocar una inédita banda sonora de Los pájaros de Hitchcock. De esas puertas del fondo surgió Publio López Mondéjar, a quien Borau y Schommer flanquearon ritualmente de regreso al estrado. Me consta que era la primera vez que Publio vestía un chaqué y los tres me recordaron a pingüinos.
Sé que estos excelentísimos señores no se van a ofender por mi tópica comparación, pues seguro que saben que los pingüinos son aves admirables, capaces de adaptarse al más hostil de los ambientes y proteger sus huevos con exquisito celo en las condiciones más extremas. Nuestros tres académicos han cuidado de los huevos de nuestra cultura cuando la temperatura institucional se quedaba fría ante el cine o la fotografía, y Publio López Mondéjar ha derrochado calor para que los instantes congelados en negativo críen nuestra más positiva memoria. Quizá por eso se abanicaba con los papeles de su discurso. Por eso, sin duda, resultó con chaqué tan subversivo como con sus camisas de cuadritos, sin los pelos en la lengua que ensucian el objetivo. Dijo que llegaba con escepticismo a tan ilustre institución. Pero yo soy menos escéptica si en esas santas casas vive gente que recorta mirlos y revuelve cajas de cola-cao.
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